No era cualquier domingo


El mar nos esperaba con suaves olas para decirnos que está tranquilo. Bajamos las gradas hacia la arena caliente, y a pesar de que es invierno, había un sol abrigador. No era cualquier domingo. 

En la orilla del mar un bote se balanceaba, acompañado de algas y corales salpicados entre nuestros pasos. Cuentan que cuando el sol, la luna y la tierra se colocan en una misma línea producen efectos en la corriente del mar. Durante la noche el oxígeno disminuye y junto a él, expira la vida de muchos pececitos. 

Subimos al bote y fuimos directo hacia esa recta infinita donde solo el mar brilla y el sol ilumina, no sentía miedo ni viento, sentía los abrazos cálidos de mi papá envolviéndome. Ahí estaba esperándonos, un día diferente. Tomé las rosas y se las di. Dejé que la brisa lleve sus pétalos rojos entre las olas. 

Siempre le gustó el primer faro que pinté y ese día vi uno muy cerca, rodeado de un muelle con piedras gigantes que resistían los golpes del mar. Él se volvió mi faro que me orienta con su luz por las noches y me da fuerzas contra los golpes de la vida, nunca me deja. Ese domingo no fue la excepción. 

Entre el vaivén de serenidad, el ruido de un celular nos despertó, era la llamada. "Acérquense al hospital, el señor se ha descompensado, seria bueno que estén con él..." Nunca asimilé la partida fugaz y violenta de mi papá, nunca pude despedirme ni permitirme llorar. Solo me desgarraron sin anestesia una parte de mi vida, sin compasión. 

Esta vez mi papá nos llevó con él para cuidarnos y recibir la noticia de mi abuelo juntos, tranquilos, en la pasividad del mar. El dolor ahí está, es un dolor sin sufrimiento, un dolor sosegado pero finalmente dolor, de esos que te recuerdan que ya no te va quedando corazón. 

Ese fue el día que el sol, la luna y la tierra se alinearon y durante la noche se llevaron una vida más de mi vida. No era un domingo cualquiera. 


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